Thursday, March 25, 2010

Andares, de Pepe Reynoso



Las imágenes que captura Pepe Reynoso son horrorosas, empiezan su inhóspito peregrinar por lugares abyectos más que oscuros. Son los primeros apuntes hacia los tópicos de interés del autor, alumno en Artes Visuales de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, donde se atisban ciertos lugares de descomposición ya sea por el perro callejero que husmea en un bote de basura, o el can vagabundo que adormece sobre el pasto. O quizá, por aquella bandera de marea roja que ondea señalando el peligro en la playa, no sólo como signo en sí mismo, sino también por las actitudes de asombro de los bañistas. Y sobretodo, porque como amigos compartimos la vivencia anecdótica del lamentable suceso, donde el mar prácticamente devoró a un hombre de edad madura. Creo que lo que rodea esa experiencia, es un sentimiento encontrado ante la desgracia. Un mirar prefiriendo no ser testigo, junto al ánima morbosa de saber el desenlace. Ambos portábamos aparatos fotográficos y los mecanismos de resorte fueron distintos. Preferí, en mi caso, no fotografiar, pero la imagen no capturada aún me persigue en mi propio imaginario. Y en la realizada por el autor en turno, me perturba su mirar, la del fotógrafo confrontada abierta y descaradamente con la mirada doliente del hijo que observa hacia la cámara, mientras bajo sus pies y sin contemplación yace la figura regordeta de su padre, un cuerpo sin vida, dentro del área acordonada por paramédicos y protección civil. Tampoco entiendo el porqué de esta selección final de imágenes, pero me tranquiliza no ver esa escena aterradora de la playa, sino en su lugar la premonición del instante que le dio lugar.
Hay otras imágenes, mucho más dulces e inofensivas en apariencia, pero aún cuando en ellas están presentes los colores vibrantes como en la de la cucaracha muerta, señala hacia ese mismo lugar, reminiscencias de suciedad. Una empatía por escudriñar en lo oscuro-abyecto, como el niño que experimenta en el lodo y con cubrirse de tierra una fascinación de libertad total y sin restricciones. Creo que domina esta visión, aunque supere incluso en número, las básicamente decorativas como la llave abierta dejando verter el chorro de agua, quizá para limpiarnos de las impurezas de la abyección por habernos tirado primero sobre la tierra, cubriéndonos de mugre de pies a cabeza. Aparecen también colores chillantes en otras, estrellas que vemos como decorado en un viejo pantalón de mezclilla o luego en la instalación realizada sobre un puente peatonal.
Son las primeras indagaciones, andanzas de un artista en ciernes, básicamente como una libre exploración de su persona y del misterio que envuelve ese aprendizaje. Pero se empieza a percibir ciertos asomos de una voz, pasillos que aún esperanzadores quizá por las estrellas que adornan el puente, tienen algo de descomposición –un puente solitario a mitad de la noche, en una de las variantes iluminado sólo por el flash de la cámara-. En la imagen del pantalón de mezclilla, que repite este motivo de estrellas se apuesta porque el área genital que ha quedado húmeda, se adivinen orines. Los Clorets con su verde estridente se encuentran dentro de un charco lodoso, haciendo del resultado una muestra corrosiva-extraña. En el agujero de una ventana, sólo se observa un muro de ladrillos, como un juego irónico de ligera coquetería vouyerista.
O porque a la luz ya sea natural o artificial, de una bombilla por ejemplo, la rodea por lo regular la oscuridad que la termina oprimiendo. El foco encendido del restirador, la preferencia por los atardeceres grisáceos que acompañan esta indefinición de día-noche, a pesar de que unas manos claman en actitud elevada hacia el cielo, con la misma nocividad pacífica de la mano que sostiene un cigarrillo bajo la luz de otra lámpara. También diminutos destellos de bengala salpican la foto de un escenario rodeado de árboles, pareciendo incendiar los pastos; o aquéllas que suspiran al viento, palmeras pirotécnicas contra un cielo oscuro. Son pocas las escenas diurnas, de la que prefiero la escena con las Palapas, por su ritmo lento como los pasos que se adivinan al fondo de los dos paseantes. Éstas tomadas en pleno día, saltan un poco porque quizá son las menos –dos o tres-, pero es que acaso ¿puede haber oscuridad sin luz?, o dicho de mejor manera, ¿aproximarse a los aconteceres nocturnos sin haber experimentado la luz del día?

Son pocas imágenes en esta primera exposición, que más que hablar de un artista, se trata de un personaje osado, que nos muestra con inquietud, desenfado y descaro frontal, una primera intención de su trabajo hecho con cámara en mano, para que seamos nosotros quiénes seamos los cómplices de sus elucubraciones.

Roberto Molina Tondopó.

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